miércoles, 4 de enero de 2012

Helena


Empezaba el otoño, otra vez, y allí estaba Helena, dentro de aquella nevera industrial del parque zoológico donde trabajaba, entre frutas y animales muertos; tenía la nariz y los pies fríos, sostenía entre sus manos con fuerza aquel hacha que tanto pesaba y que tan doloridos le había dejado aquellos frágiles brazos meses atrás. Sobre el frío y sucio banco de metal, como todas las semanas hacía, se dedicaba a partir en trozos de 4 kg las patas de algún caballo; eran caballos  que el parque compraba a particulares para poder alimentar a los tigres del parque, caballos que semanas atrás habían enfermado o simplemente estaban viejos y sus dueños consideraban que ya no servirían para nada.

Entre corte y corte su cabeza no paraba de darle vueltas al asunto, sólo tenía 17 años, y ya estaba cansada de la vida, ya había visto demasiadas cosas, y por supuesto, Juan seguía sin aparecer. Se descargaba en cada hachazo que daba.
Cuando terminaba de partir las patas, cogía un afilado cuchillo y quitaba la grasa que cubría la carne roja, odiaba quitar la grasa, era pegajosa y apestosa, un olor molesto que se le quedaba impregnado en la piel el resto del día.
Con la cara salpicada de sangre, los brazos y piernas impregnados de más sangre, y con aquel molesto olor, se puso a cargar los capazos llenos en la furgoneta, siempre se le caía alguno al suelo, ya que a duras penas podía con ellos, esta vez fue el de las cabezas.
Fue recogiendo las cabezas cuando vio cómo un ojo se quedó en el suelo, se quedó mirándolo unos instantes, tenía una enorme pupila negra, le recordó a aquellos fines de semana en los que Juan y ella iban a aquel oscuro lugar  cerca de la playa, con luces de colores y gente extraña bailando con los ojos vueltos del revés. Le encantaba lo largas que se hacían aquellas noches, y todo lo que podían llegar a sentir sólo mirándose a los ojos. Volvió de repente en sí cuando escuchó una música, sí, ella conocía esa música, y la conocía muy bien, venía de un sitio lejano y profundo, desde la parte trasera de la nevera, un sitio abandonado, oscuro y húmedo en el que nadie nunca entraba.